Decían los clásicos que una situación revolucionaria se caracteriza por la existencia de un doble poder: el poder del Estado, expreso en sus instituciones gubernativas tales como el Ejecutivo, la policía, los tribunales de Justicia y los Parlamentos; y de otro lado la pléyade de asociaciones, consejos, comunas o colectivos en los que “el pueblo” se organiza, debate y emprende las correspondientes acciones. Durante una revolución esos dos poderes coexisten; históricamente el proceso termina cuando uno de ellos triunfa, ya sea por un golpe de la contrarrevolución que restaura la situación anterior, ya sea por un avance de la revolución que crea nuevas instituciones. Así fue en las revoluciones clásicas en las que el conflicto terminaba con un enfrentamiento armado. La novedad de los procesos constituyentes a finales del s. XX y en el XXI, especialmente en América latina, es que los movimientos sociales logran construir plataformas políticas con las que acceder al poder del Estado por la vía electoral pero el doble poder perdura en convivencia tensa con el poder estatal. El poder colectivo no desaparece en las instituciones estatales ni se agota en los procesos electorales, manteniendo siempre un “contra-poder” en acto en el que se expresa la potencia colectiva desafiando el poder institucionalizado. Pero mientras que en América latina, tras una década de endeudamiento y de chantaje, han sabido reaccionar, en Europa se ha dado un movimiento inverso. Ante una izquierda estupefacta y temerosa de conjurar los viejos fantasmas de la revolución, los sectores neoliberales han impulsado una auténtica “revolución conservadora” utilizando para ello todas las palancas del Estado. La estrategia neoliberal victoriosa podría esquematizarse en varios pasos que han ido siguiendo meticulosamente en los últimos decenios: primero se lanza una campaña de desprestigio de los servicios públicos y de los discursos tradicionales de izquierda aprovechando hasta el último resquicio de sus debilidades; a continuación se conquistan espacios en las instituciones públicas lanzando desde ellos operaciones de gran calado que les refuerzan económicamente y les reportan cierta popularidad. En Madrid tenemos abundantes ejemplos con la construcción de infraestructuras, con la ingente cantidad de dinero público gastado en las campañas para las Olimpiadas, con la creación de los hospitales de gestión privada, con las ventajas para las escuelas y Universidades privadas, … Una vez instalados en el Estado se pone en marcha una espiral virtuosa por la que la magnitud de sus proyectos alimenta su prestigio hasta que estalla la crisis y se pone de manifiesto la endeblez de todo ello y, lo que es más importante, la magnitud de la deuda. Como consecuencia del endeudamiento se impone la austeridad y los recortes. Lo curioso de este modo de hacer política es que los aparatos del Estado son los agentes de la privatización, la mercantilización y el endeudamiento y, ahora, de las medidas de recorte del gasto. Aunque el discurso siga siendo el del “hombre que se hace a sí mismo” del liberalismo clásico, nada tiene que ver con el poder económico y político que los sectores neoliberales ejercen desde sus puestos públicos y canalizan en provecho de sus empresas y consorcios, subcontratando los negocios a las empresas amigas y alimentando la corrupción política. Esta política, desgraciadamente, va más allá de las siglas puesto que, a pesar de sus diferencias de estilo y a veces de discurso, los dos partidos mayoritarios han operado del mismo modo, haciendo del poder público institucional una palanca para los negocios del grupo. De ahí el rechazo de las estructuras políticas actuales y la necesidad de construir un poder colectivo constituyente. La deuda pública, la mal llamada “deuda soberana” no es pues una deuda que se haya generado para dar a los ciudadanos mayores o mejores servicios públicos sino que, en gran parte, es una deuda consuntiva que se suscribió para pagar esas mismas contratas que financiaban las campañas electorales, o las grandes infraestructuras o los eventos mayúsculos de los últimos años. Es una deuda que nada tiene que ver con el bienestar de los ciudadanos aunque haya sido suscrita por las administraciones públicas en un marco de legalidad. El 15M está poniendo en la picota ese tipo de política. A día de hoy todavía no sabemos calibrar claramente la radicalidad de la denominada spanish revolution pero intuimos que estamos desbrozando un camino nuevo. Estamos construyendo un poder colectivo que se expresa en las múltiples asambleas y en las acciones que se están llevando a cabo en todo el territorio nacional; estamos construyendo nueva institucionalidad política, rebasando la limitación de la participación en el ritual de las elecciones y del espectáculo de los Partidos. Con ello se está abriendo una situación de doble poder en que el “principio de autoridad”, detentado por los poderes instituidos se enfrenta al “poder democrático” ejercido a través de las acciones masivas de desobediencia civil. Ahora bien, ¿qué es lo que “está constituyendo” este poder constituyente?, ¿cuáles son los rasgos o puntos de engarce del “poder en acto” que estamos ejerciendo. En mi opinión cabe diferenciar varios aspectos: En primer lugar *el tejido de asambleas locales y de barrio*, que con la asamblea general más las múltiples comisiones y plataformas configura un embrión de poder local capaz de desarrollar debates y discusiones, tomar decisiones, y encauzar la actividad de las innumerables personas que participan en el movimiento. Ellas son las que están paralizando los desahucios e imponiendo la “dación en pago”, las que negocian con los bancos y las que ayudan a la ocupación de viviendas vacías y al realojo de aquellos que pierden sus casas ante la total despreocupación de las autoridades, cuyo objetivo es proteger a los bancos y no a las personas. En segundo lugar se dibuja un mapa de *nuevos derechos* que rebasa el individualismo liberal de los derechos de primera generación e introduce los nuevos derechos emergentes: el derecho a la vivienda, a la ciudad, a la producción de cultura, al uso libre de Internet, a una renta garantizada para todos y todas, en fin el “derecho a tener derechos” para todos los habitantes de los ricos territorios contemporáneos. Esos derechos son fundamentales y no están recogidos en las legislaciones actuales. En tercer lugar se empieza a plantear que todas esas innovaciones deberían dar lugar a una nueva Carta Magna, *una nueva Constitución* que rebase la de 1978, ya obsoleta, en cuya elaboración – ¡no como entonces! – tendrían que intervenir activamente todos esos nuevos poderes. Esa nueva Constitución no debería ser el final – como ocurrió en la Transición – sino el principio de una revolución democrática.